Al final del día


Cae la noche, me encuentro cansada y abrumada; me detengo a pensar y hacer un pequeño recuento mental de todos los episodios del día. Empiezo entonces a registrar cuán productivo ha sido, cuanto queda por hacer y de forma inevitable, preguntarme si realmente ha valido la pena.

¿Ha valido la pena la cara gruñona al levantarme?
¿Ha valido la pena los enfados y las amarguras a causa de gente molesta que directa o indirectamente viene a arruinarme el día?
¿Ha valido la pena las discusiones eternas sin punto de inflexión?
¿Quizá lo valieron aquellas horas vacías donde desperdicie una fracción valiosa de mi tiempo?

A medida que me interrogo, me doy cuenta que en este instante no consigo entender o tan siquiera encontrar una justificación para esto. Y simplemente me conformo pensando que en su momento tuvo algún sentido.

¿Cuántas horas y cuántos días no hemos desperdiciado dejándonos llevar por sentimientos o acciones negativas que a la larga sólo nos hicieron pasar algún mal rato? Y peor aún, ¿cuántos momentos hemos desaprovechado y destruido por llevar la pesada carga de las cosas negativas que ennegrecen nuestro pasado?

Qué triste es ponerse a pensar en ello y descubrir que somos víctimas recurrentes de esta situación. Qué triste darnos cuenta cuantos minutos de la vida hemos dejado pasar sin hacer que valgan la pena.

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