Confesión cobarde


Voy a ser infantil, idiota y descontrolada. Porque así soy de vez en cuando y pretendo ahogar mis arranques en este muro de confesiones y confrontaciones.

Verán. Tengo una intranquilidad que se oculta la mayoría del tiempo, si la compañía es buena o estoy distraída con algo. Pero que sale a flote cuando estoy a solas con mis pensamientos. Sin embargo, no es una intranquilidad de esas que frustran o amargan. En lo absoluto. Es de esas que simplemente te tienen con una sensación de "no sé qué" y ya.

Soy valiente y me desenvuelvo bien con el resto. Tengo el valor para encarar a cualquier fulano e invitarlo a algo. No tengo vergüenza, a menudo olvido qué es eso que llaman pudor. Pero tengo mi talón de Aquiles. Y en esta etapa cursi y abstracta de mi vida, él es el talón de Aquiles de mi valor. Porque esa intranquilidad que viene de vez en cuando tiene origen en las cosas que giran en torno a él conmigo o a mí con él, que es igual. Porque la sencilla idea hipotética de hablarle para hacerle cualquier invitación o proposición amistosa, eleva dicha intranquilidad a la enésima potencia.

No es la tontería de no saber cómo cruzar la línea de "ser desconocidos", tampoco se trata del común caso de la falta de confianza. Mas bien, se trata de algo mucho más simple. Algo que me causa miedo y terror. Algo ridiculísimo: Un miedo abstracto a la posibilidad de hacer todo juntos; al hecho de conocer al pie de la letra todas sus historias; y compartir todo mi tiempo, mi entorno y mis planes con él. A pensar en mí para vivir por él, parafraseando al Don Frases Imposibles, Ricardo Arjona (¡demonios! Si su nombre está en esta entrada, definitivamente tengo algún problema serio).

La verdad es grave, porque no es que yo le temo a que forme parte de mi vida. Le temo al día en que sencillamente me despierte pensando que tomar un pedacito de nuestras vidas para los dos ya no es suficiente. Y por ende, me enamore perdida y rotundamente hasta el punto de sólo amar mi espacio si está él. Le tengo pánico a eso. No a que él se apodere de mi espacio, me asfixie y me robe toda razón. No. Es al hecho de que sea yo quien decida reducir los límites de mi individualidad, para regalarle -junto a la mejor de mis sonrisas- más de mi espacio. Qué cursi y detestable suena la idea.

Entonces, entre miedos, incertidumbres y noséqués, me mantengo en ese punto de la situación en el que todos los días me visto con mi orgullo más cínico para así ignorar los gritos cursis de mi corazón. Quién diría que yo -tan romántica y emocional- sería una experta al momento de dosificar cautelosamente este bojote de sentimientos para intentar detener esos desenfrenos. En vano, por supuesto, porque al final de cuentas la vida tiene una regla natural: Lo que tenga que ser, será.

btemplates

0 comentarios:

Publicar un comentario